El gobierno celestial
dispone la creación de un nuevo universo; desde los mirlos, a los picaflores,
de los duendes a los gnomos, de los semidioses a los demiurgos, de los demonios
a los dioses; todos argumentan sobre el máximo poder para crear aquella
disposición.
Las aves cantan su
propuesta, duendes y gnomos hablan de la magia de la naturaleza, los casi
divinos exponen la necesidad de invocar sus fortalezas; dioses y demonios
concuerdan en que cualquier creación debe estar supeditada a su designio,
basado en su todo lo que ya existe con las palabras que siempre manifiesta la
belleza.
De pie, el que crea, se
imagina la belleza perfecta, y del pensamiento a la idea, suceden hechos de
música que ambientan su visión hacia la conjunción de cielos y estrellas para
realizar la disposición del nuevo universo, inmerso en el centro de todo, para
que así todo pueda disfrutar de su presencia.
El creador canta y todo
tiembla de amor al escuchar al origen, y del canto al tono de escalas y
silencios, recuerda que hay un poderoso instrumento con el cual se puede crear
lo excelso y a la vez armonizar todo el universo.
Y así,
aparece la ocarina que lleva entre los pliegues de su túnica, enfundada en un
labrado cuero de yak, lustroso, refrescado por el trinar de las gárgolas que
siempre estuvieron aleteando escudos, protegiendo su contenido bello.
Y
presenta el instrumento que alberga la suave tonada de los latidos de tu
corazón, impregnados de dios, y te interpreta: danzan las estrellas, los soles
revientan, los cometas hacen miles de alegres piruetas; supernovas se
despiertan para la complicidad de tu canción; y sucede la creación, el sonido
ahora es el timbre de tu voz, y con cada latido de tu corazón se crea otro
infinito espacio enmarcado con los tonos del creador; y en su ocarina, eres el
centro de todo, tú eres la música, con la suave tonada de los latidos de tu
corazón cuando te muestras en tu totalidad, con el beso de la fuente de donde
fuiste creada, como hada, bruja y maga.
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