La memoria, el diestro
cazador, sagaz corazón, fundo de plegarias, notas muertas, silencios.
Los carroñeros abundan
cuando la carne sobra luego de la gran cacería, disfrutando la putrefacción de
la palabra, al momento en que por un acto de amor, te sales de contexto
justificando el hecho de que todo lo que tu boca me decía, se enredaba con la
lengua y las promesas no eran ciertas, mucho menos la emoción o la pasión.
Mi cuerpo se lastima,
mi alma fue la primera en caer, y así sin energía vivo un día a la vez, en el
intento de hacer de mis ensueños una utopía en la cual se haga realidad todo lo
que en alguna ocasión me susurró tu voz.
Desmembrado el espíritu
se proyecta la podredumbre hacia mi respiro, y recapacito todo lo que he dicho.
El vacío recibido es tan profundo que ni siquiera mi magia me permite
regenerarme; el día ya no tiene brillo, la noche es más oscura, ni siquiera las
estrellas se arriesgan a perfilarme tu rostro o algo parecido.
De luto, amanecido sin
noche, despierto sin horizonte, amnésico, con insomnio de lunas, intento
rescatar mi cuerpo de tus labios, y me presento en mi fuero interno, a
limpiarme desde adentro de lo que me ha contaminado habiendo dejado todos los
portales abiertos para que entres y salgas de acuerdo a tus requerimientos,
como dueña de mi alma.
Me queda tu aroma, tu
sonrisa, tu tacto, tu suspiro, jadeo de respiro. Me queda tu energía, el eco de
tu palabra, la mirada retorcida, el aliento abrigado con olor a pasado, tus
dientes, preciosos, los caninos desgastados a los lados, algo manchados. Me
quedan tus mejillas, impalpables, inexorables.
Soy tierra, y en ella
me fundo, no tengo reflejos, y todo destrozado me entrego a los carroñeros a
que se coman lo que apesta en mi corazón, bebiéndose lo más oscuro de mi sangre;
seguro que terminarán muertos.
Sin alma, el espíritu
podrido, el corazón deshecho, la sangre envenenada de desilusión, me queda
únicamente el silencio. Y en silencio te necesito. A nada me aferro.
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