Vengo
de la noche, los ojos abiertos, viendo tan solo luz oscura, de era en era
palpando contornos de averno, que sensibilizaron el tacto en cada poro de piel,
respirando vacío, antimateria, cosmicidad corporal, frío.
En
aquellas noches, los días eran continuos, la perpetuidad del sonido que agrega
ritmo a la creación, era un solo matiz de agudos y lejanos alaridos de algún
eco dolido que se entrego al sufrimiento apenas nacido. Es una génesis de
cuando era chico.
Aun
así las estrellas, a mis espaldas, me daban abrigo, el tacto esquivo no tendía
a perder el estribo y finalizando el miedo, dar la vuelta y ver lo preciso que
se necesita para continuar la obra del dios que nos designa a ser participes
creativos de todo lo que va fluyendo de su voluntad. ¿O de su delirio?
Diosa
blanca me has dado respiro, en tu palma, en el valle sagrado de tu tacto me has
tomado, para regalarme tu aliento; y ante el brillo de tu mirada las estrellas
desaparecen y navego en tu viento, refugiándome en tu mano, hermoso navío; cerrándome
los ojos para verte con sigilo en la percepción del alma que ahora, en vigilia,
se deslumbra ante aquel sol que me monta nuevos papiros, lienzos y pergaminos
para continuar con la creación que el dios me ha heredado como legado de sus
designios.
Diosa blanca me apuntas al centro del universo
y me arrojas, atado la cintura a la elasticidad de tu lanza; viajo en hipérbole
camino, cierras los ojos, me atrapas, suspiras, suspiro, me das un beso, me
absorbes, me amas.
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