Te vas del
tiempo y me susurras que me hieres, me hueles a lo lejos y devoras mi sonido,
no me escuchas, apenas ríes (siempre me sonríes) e intentas hacer que mi voz te
alcance en el trauma de lo que no logra tu olvido; y me das las espaldas, te
cierras, acurrucas tu alma y te tapas los oídos.
Y te doy las
espaldas, los ojos cerrados, el corazón abierto; no por no escucharte, (te
escucho con todo mi cuerpo) sino en la espera de que me abraces y sorprendas cuando
mi amor se escuche en tu latido. Sé que eso no ha sucedido; no tiene por qué
pasar, pero en el ensueño en el que te respiro, todo lo que yo pueda imaginar,
es un pacto con la realidad y así no te esquivo. Y en tu extranjerismo, y en mi
turismo, en todos los sitios siento que te miro; a cada paso dejaste algo
encendido.
De siglo en
siglo, nos volvemos a encontrar, amantes eternos, en la promesa de sentir la
intensidad de sentirnos con los cuerpos; juramos nuestros nombres, pactamos
conocernos, pero como ángeles, almas de los primeros tiempos, nos sacude la
complejidad de lo humano y olvidamos todo lo que nos amamos; nos silenciamos y en
el orgullo de nuestro poder decimos tener tiempo para el próximo encuentro y
nos alejamos en la amnesia de que poco a poco vamos consumiendo la paciencia del que nos creó y aun no nos hemos fundido en el fuego de nuestro amor, teniendo poco tiempo; y callas la voz, me quitas el aliento, y vuelves al ciclo y yo me quedo muerto.
Y así, respeto tu
silencio, tu ira, tu miedo, tu desamor, tu cobardía; entiendo toda tu vida. Y me mata el cuerpo la tristeza, me desvanece el espíritu la ansiedad y las lágrimas del alma ahogan los restos que me quedaban de divinidad, me volviste humano. Y en
mi silencio, mi ira, mi desamor, mi cobardía, entiendo que no siempre lo
correcto es lo correcto.
La vida es larga, el tiempo no es eterno...
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